26.8.12

La danza de la realidad

Bajé a la playa, que estaba a doscientos metros de nuestra calle central y ahí, sintiéndome con el poder del rey de los animales, desafié al océano. Sus olas que venían a lamer mis pies eran pequeñas. Comencé a lanzarle piedras para que se enojara. Al cabo de diez minutos de apedreo las olas comenzaron a aumentar de volumen. Creí que haber enfurecido al monstruo azul. Seguí lanzándole guijarros con la mayor fuerza posible. Las oleadas se pusieron violentas, cada vez más grandes. Una mano áspera detuvo mi brazo. "¡Basta, niño imprudente!". Era una mendiga que vivía junto a un vertedero de basuras. La llamaban Reinas de Copas -como el naipe de la baraja española- porque siempre, llevando en la cabeza una corona de latón oxidado, se tambaleaba de borracha. "¡Una pequeña llama incendia un bosque, una sola pedrada puede matar a todos los peces!".
Me desprendí de su garra y desde mi alumbrado trono imaginario le grité con desprecio: "¡Suéltame, vieja hedionda! ¡No te metas conmigo o te apedreo también!". Retrocedió asustada. Iba yo a recomenzar mis ataques cuando la Reina de Copas, lanzando un chillido gatuno, indicó hacia el mar. ¡Una mancha plateada, enorme, se acercaba a la playa... y, sobre ella, siguiéndola, una espesa nube oscura! De ninguna manera pretendo afirmar que mi infantil acto fuera el causante de lo que sucedió, sin embargo es extraño que todos aquellos acontecimientos se produjeran al mismo tiempo, constituyéndose en una lección que nunca jamás borraría de mi mente. Por una misteriosa razón, millares de sardinas vinieron a vararse en la playa. Las olas arrojaban moribundas sobre la arena oscura, que poco a poco se cubrió de plateado de sus escamas. Brillo que pronto desapareció porque el cielo, cubierto por voraces gaviotas, se tornó negro. La mendiga ebria, huyendo hacia su cueva, me gritó: "¡Niño asesino: por martirizar al océano mataste a todas las sardinas!".
Sentí que cada pez, en los dolorosos estertores de su agonía, me miraba acusador. Me llené los brazos de sardinas y las arrojé hacia las aguas. El océano me respondió vomitando otro ejército moribundo. Volví a recoger peces. Las gaviotas, con graznidos ensordecedores, me los arrebataron. Caí sentado en la arena. El mundo me ofrecía dos opciones: o sufría por la angustia de las sardinas, o me alegraba por la euforia de las gaviotas. La balanza se inclinó hacia la alegría cuando vi llegar a una multitud de pobres, hombres, mujeres, niños, que con frenético entusiasmo, espantando a los pájaros, recogieron hasta el último cadáver. La balanza se inclinó hacia la tristeza cuando vi a las gaviotas, privadas de su banquete, picotear decepcionadas en la arena una que otra escama.
En forma ingenua me di cuenta de que en esa realidad -en la que yo me sentía extranjero- todo estaba comunicado con todo por una espesa trama de sufrimiento y placer. No habían causas pequeñas, cualquier acto producía efectos que se extendían hasta los confines del espacio y del tiempo.


Alejandro Jodorowsky


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