7.2.15

Pedacito de anoche (y para siempre)



Anoche en Montevideo, en el galpón de la comparsa 1080, decenas de hombres hacían fila para que les pintaran la cara y las manos de negro con un aerógrafo y las chicas para que las maquillaran con purpurina. En la previa, mujeres daban puntadas a los últimos trajes y un nene de cuatro años llamado Mateo se preparaba para la gran noche: "Yo también salgo, sin mí no pueden arrancar", me dijo con una seguridad inversamente proporcional a su estatura, mientras intentaba sostener un tambor más grande que él. Por mi parte, andaba de acá para allá reteniendo imágenes, tomando notas y charlando con algunos de los protagonistas de la comparsa que inauguraría Las Llamadas 2015. En un momento fui a la vereda y al rato salió un señor grande, de pelo canoso y ondas cortitas como tenía mi abuelo Ramón. Hacía un rato, yo le había mandado a mi viejo un sms que decía "hay muchos vos en la llamada". Estaba lleno de tipos así, flaquitos con percha, morochos de descendencia afro y sonrisa poderosa que le dan a la percusión con todo el alma. Hice contacto visual con el señor un par de veces y después fui a encararlo, segura de que iba a llevarme el testimonio de uno de los más legendarios participantes de la comparsa. Pero no. Para mi sorpresa, Feliciano me dijo que era la primera vez que iba a salir con la 1080, que siempre había salido con otra menos popular, pero que ahora estaba por cumplir su sueño de toda la vida, que lo habían aceptado en esta comparsa. Así entramos a charlar un buen rato, hasta que le pregunté por su familia. Me contó que durante décadas había salido a desfilar con su esposa Yolanda, pero que había fallecido hacía un año así que él había decidido abandonar. Fueron sus hijas las que insistieron, le dijeron que tenía que seguir y salir así que ahí estaba a sus 76 años, dispuesto a bailar en su papel de gramillero, porque "lo que más feliz me hace es el desfile en sí y llegar a la final", aguantar las quince cuadras dándolo todo, alimentándose del sonido de los tambores y la alegría de la gente agitando en las gradas, las calles, los balcones y las terrazas. Nos miramos de nuevo y se nos llenaron a los dos los ojos de lágrimas, le dije que era el mejor homenaje que podía hacerle a Yolanda, le deseé suerte y me apretó fuerte el brazo mientras me daba las gracias. En la largada -piel de gallina ante lo que estaba viendo- lo busqué y ahí estaba, con su barba postiza y su traje plateado, moviéndose con swing, brillando mientras caía la tarde, casi batiéndose a duelo con la luna a ver quién iluminaba más a la gente extasiada. Me regaló una sonrisa gigante que se le escapaba de la cara y siguió adelante encarando el desfile. Atrás vinieron las bailarinas, los tambores y todas las comparsas, cada una con una historia diferente pero un denominador común, salir a dejar el corazón en la calle esa noche del año por la que trabajaron meses. Y la gente los agarra. Vamoarriba.

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