7.3.11

Hay algo que me llena de emoción

Anduve por Aysen, por el sur de la Carretera Austral, en la Patagonia chilena (ver post anterior). Apagué el celular; vi cóndores; aprendí que los chilenos del sur toman mate y bailan chamamé; estuve en una fiesta en la que nos tomamos una docena de vinos al ritmo de un acordeón que sonó en vivo; hice canopy; me metí en asombrosas cavernas de mármol; tomé un White horse con hielo eterno; vi una manifestación en contra de las represas; probé cosas como calafates, vino con melón y nalca; estuve de picnic al borde de lagos; logré encender una salamandra; perdí en el pool; dormí en un pueblo construido sobre el agua; intercambié poemas con un tortelino; vi tres estrellas fugaces en un cielo súper poblado; tomé pisco; tuve charlas enriquecedoras, viajé horas y horas por la ruta; vi a una puerta salir volando por el viento; escuché mucho el último disco de Nacho Vegas; aprendí a jugar al Dudo; comí tortafritas con manjar blanco (dulce de leche); vi glaciares imponentes; dormí poco y, en medio de todo eso, comprobé una vez más que la meta es una: estar cerca de la naturaleza, porque no existe nada construido por el hombre que tenga tanta gracia. Ahora volví y todo sigue su curso, igual pero diferente. Estoy feliz como antes de irme, pero es mayor la imperiosa necesidad de hacer cosas buenas. Son especies de placebos para tratar de experimentar, por estos lugares, sensaciones que se asemejen aunque sea un poquito a las de la semana pasada. Mientras espero el próximo viaje, a por ellos.

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